viernes, 26 de abril de 2013

DÍA DEL LIBRO


La Laguna amanece tórrida. La media mañana lagunera advierte que el día va a estar calentito. El sol brilla por su presencia. En días como estos, lo mejor es salir con un amigo, tomarse unas cervezas, pasear a la sombrita y disfrutar de los rincones laguneros. Eso me propuse hacer. Después de consultar mí larga lista de amigos, decidí pasar esta soporífera mañana con Adriano. Dicho y hecho. Paseando por el lado de la sombra recorrimos varias calles con ritmo cansino, sin prisa, hasta que nos sentamos en el Parque de la Constitución a refrescarnos con una jarra bien fría de cerveza.

                La gente buscaba los lugares a la sombra: algunos para sentarse y otros para caminar. Nos llamó la atención un señor de unos setenta y tantos años, chándal y tenis de Decathlon, gorra de los Ángeles Lakers, revistas bajo el brazo y andar decidido. Lo seguimos con la mirada mientras se perdía por el Camino Largo. Las jarras, vacías y calientes, fueron sustituidas por otras frías, rebosantes y espumosas. Después de dar cuenta de ellas, mi amigo y yo, decidimos subir a la Mesa Mota, ¡en coche!

                Me puse al volante de mi RAV4 mientras él se acomodaba en el asiento del copiloto. Ni una palabra nos cruzamos. Tan sólo unas miradas que, de hito en hito, le dedicaba aprovechando las curvas y contra curvas de la carretera. Así llegamos arriba sorteando los baches y socavones del  mal cuidado firme. Nada más bajarnos del coche, corrimos en busca de una sombra que habíamos divisado desde el aparcamiento bajo unos enormes eucaliptus. A su generosa sombra  nos sentamos divisando las maravillosas vistas de la Vega. Escuchábamos, extasiados, unos ladridos aislados de perros, alguna bocina proveniente de la vía de ronda, unos trinos de pájaros osados que se atrevían a cambiar de árbol….

Me decidí a mirarlo. Lo atraje hacia mí. Lo rodeé con mis brazos. Se decidió a hablarme. En mis oídos, con voz muy queda, me susurró como sólo susurra un amante:

 Animula vagula, blandula,

huésped y compañera de mi cuerpo,

descenderás a esos parajes pálidos,

rígidos y desnudos,

donde habrás de renunciar

a los juegos de antaño……

 

                Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, es uno de esos libros que lees y relees a lo largo de tu vida dejándote ese regusto melancólico del mundo antiguo. Su protagonista, el Emperador del siglo II, Adriano, uno de los últimos espíritus libres de la Antigüedad, se dirige a su nieto y futuro sucesor, Marco Aurelio, para meditar y reflexionar sobre su vida: éxitos y fracasos; amores y desamores; paz y guerra; poesía y música; del arte y de la amistad….., pero, sobre todo, de la pasión que sentía por su joven amante Antínoo y del terrible dolor que supuso su muerte. La propia Yourcenar cuenta que una vez encontró, en una carta de Flaubert, esta frase inolvidable: “Los dioses no estaban ya, y Cristo no estaba todavía, y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en que el hombre estuvo solo”. Este hombre es Adriano.

                Según la autora, si Adriano, el Emperador, no hubiera mantenido la paz del mundo y no hubiera renovado la economía del imperio, sus venturas y desventuras personales interesarían menos. Sin embargo, a mi me interesa más la figura de Adriano, el hombre, el amante. Su pasión por Antínoo tiene más valor si tenemos en cuenta que éste no era ni un hombre de Estado ni un filósofo, sino simplemente alguien que fue amado. Y esto es lo que le da consistencia a la vida de Adriano. Su pasión por Antínoo, de rostro melancólico, evoca la breve vendimia de la vida y la necesidad de disfrutar del elixir de la misma.

                En pleno cenit, el sol brillaba candente, ardiente, ígneo. El pesado calor del mediodía, a pesar de la sombra compasiva de los eucalyptus, me transportaba melancólicamente a la Grecia de Antínoo donde “tuvimos el mar de los árboles, las florestas de alcornoques y los pinares de Bitinia…….Las planicies habían acumulado el calor del prolongado verano; el vapor subía de las praderas a orillas del Sangrarios, donde galopaban tropillas de caballos salvajes…”. En estas estaba, cuando el sonido del reloj de la Concepción surco los aires y me despertó dejando en mis oídos el eco final de las memorias de Adriano…

 

Todavía un instante miremos juntos

las riberas familiares,

los objetos que sin duda

no volveremos a ver…

Tratemos de entrar en la muerte

con los ojos abiertos….

 
 
 

                ¡Cuanta verdad encierra el dicho que afirma que el que lee vive mil vidas y el que no, una sola!

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