miércoles, 29 de mayo de 2013

SOLEDAD ACOMPAÑADA


La soledad la embargaba sobremanera a pesar de la cantidad de gente que la rodeaba. El bullicio a su alrededor no la alteraba. Se sentía sola. La gente que entraba y salía, que entraba y se quedaba, que estaba y se marchaba en la sala en que se encontraba le pasaba inadvertida. La soledad en la que estaba inmersa era superior a los estímulos externos: algunos la saludaban, otros la miraban, unos pocos la besaban, pero ella los ignoraba a todos. Y no lo hacía por desprecio o mala educación. Era una mujer amable, correcta, educada, como su madre la había enseñado.

                Acababa de subir de la cafetería con el andar elegante que la caracterizaba. Había bajado a tomarse un  capuchino con café expreso, leche y espuma de leche, y a sugerencia suya, con un poco de canela en polvo que le daba una aterciopelada textura y un sabor  especial. También allí, en el abarrotado bar, se sintió sola, aunque nadie lo notaba. Se acordó de aquella frase que un día le dijera su madre: “tú nunca estarás sola porque siempre te acompañara la soledad” y se consoló pensando que la soledad era triste y fría, pero era su mejor compañía.

                En medio de la vorágine de gentes se concentró en aquel libro que había leído hacía mucho tiempo del vallisoletano Delibes -después de descubrirlo en  la sombra del ciprés es alargada y las perdices del domingo-, Cinco horas con Mario. Y no porque se reconociera en Carmen Sotillo: no compartía los reproches que le hacía a su marido, “Mario, cariño, lo que pasa es que ahora os ha dado la monomanía de la cultura y andáis removiendo cielo y tierra para que los pobres estudien, otra equivocación, que a los pobres los sacas de su centro y no sirven ni para finos ni para bastos, les echáis a perder, convéncete, enseguida quieren ser señores y eso no puede ser”, sino porque, al igual que ella, se sentía inmensamente sola.

                Estaba sentada con los pies juntos, las manos apoyadas sobre los muslos, la espalda erguida, la cabeza ladeada y los ojos perdidos en la inmensidad de la soledad. Su porte era elegante. Como la había educado su madre. Resaltaba sobremanera sus sensuales labios rojos. Se había aplicado la barra de labios Superstay 14h de Maybelline porque le proporcionaba una sensación ligera y cremosa de larga duración que dejaba respirar sus labios. Su madre siempre le decía que eligiera los tonos que fueran a juego con el color natural de sus labios. Y aquel rojo pasión la definía perfectamente.

                En medio de tamaña soledad se dirigió a su madre y le dijo que estaba sentada en silencio, pensándola a gritos; que se encontraba en medio de una alevosa pero tranquila soledad; que se sentía sola, vacía e inservible en medio de una soledad de ojos abiertos; que estaba en una soledad errante. Sintió que solamente existía, si pensaba en ella. Le vino a la memoria el poema XV de Pablo Neruda:

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía.

Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

                Estaba pensando en ello, cuando una voz serena y profesional le dijo: “lo siento señora. Ha llegado la hora. Tenemos que incinerarla”
 
 

martes, 21 de mayo de 2013

UN GOL AL DESTINO


                El fútbol era su pasión. Lo vivía intensamente desde niño. Incluso fue jugador con licencia federativa. Era un medio centro ofensivo –en su época lo llamaban interior izquierdo- con el 10 a la espalda. Aunque tenía una técnica exquisita no estaba exento de lucha y trabajo en el centro del campo. Incluso promediaba una docena de goles por temporada. Le encantaban los jugadores del estilo de Iniesta y ozil, aunque su máxima referencia  fue, sin duda alguna, el jugador de la U.D. Las Palmas Germán, “el Maestro”.

                En las tertulias futbolísticas, regadas con cerveza y acompañadas con aceitunas, manises y papas fritas, salían a relucir las características típicas de estos eventos: palabras altisonantes, gritos de gargantas profundas, alguna que otra palabrota cariñosa y, sobre todo, manifestaciones grandilocuentes de actitudes viriles, muy viriles: ¡el futbol era cosa de hombres! No había más que mirar, si el humo del tabaco te lo permitía, quienes eran los contertulios.

                Sentado en la mesa de aquel bar recordaba todos esos momentos futboleros de antaño. No era la soledad la culpable de aquel regreso al pasado. Tampoco tenía la culpa la noticia que corría como la pólvora por los mentideros deportivos, de la destitución de Mou como entrenador del Real Madrid. Le parecía un buen entrenador, aunque no le gustaban sus formas despectivas en el trato con los demás, fueran estos adversarios o de su propio equipo. Nada de eso tenía que ver con aquellos recuerdos viriles de su juventud.

                En realidad, era la mesa de alegres comensales que tenía enfrente, al fondo del bar, la culpable de esos recuerdos. Por mejor decir, de la afirmación de su hombría manifestada en su dilatada pertenencia al selecto club de hombres del futbol. Una chica rubia, de ojos azules, pelo largo, escote generoso y risa contagiosa, era la privilegiada visión que tenía si miraba en esa dirección. Su vestimenta era elegante. La minifalda roja dejaba ver unas sensuales piernas adornadas con medias de satén negro que se escondían en unos zapatos de tacón alto marca Louis Vuitton. Incluso su sensual boca denotaba una elegancia innata al exhalar el humo de su Lark corto.

                A su derecha, otra jovencita de ojos negros azabaches y pelo recortado llevaba la voz cantante en la reunión. Parecía muy simpática y dicharachera. Probablemente contaba situaciones ridículas o chistes graciosos porque sus compañeros no hacían más que reírse. No era tan agraciada como su rubia compañera de la izquierda, pero estaba de buen ver. Enfrente se sentaba una tercera compañera, algo más bajita y seria, pero sofisticada en la forma de arreglarse. El pelo, color caoba, peinado de peluquería, estaba recogido con una diadema. La cara redonda, de pómulos prominentes, aparecía trabajada con colorete de la marca Yves Rocher que iluminaba en un solo gesto la base de maquillaje, esculpiendo con ligereza las mejillas y el contorno de la cara. Sus generosos y voluptuosos pechos rivalizaban con su cara bien acabada formando un dúo realmente apetecible.

                Las tres mujeres, cada una con sus encantos, serían la delicia de cualquier hombre. Si tuviera que elegir, se decía, me resultaría muy difícil decidirme. Pero no era esa elección lo que le rememoraba el pasado. Sentado en la mesa, apoyando sus huesudas manos sobre ella, se fijó en sus enormes dedos de pianista. Eran unas manos sensuales, ribeteadas por un pelaje oscuro. Iba vestido con una camisa de manga larga regular de Armani Collezioni comprada en la cuarta planta de El Corte Inglés. La llevaba ligeramente remangada dejando ver el comienzo del antebrazo, igualmente poblado de varonil bello. Sobre los hombros, anudado al cuello, llevaba un jersey Timberland, a juego con la camisa. Sus pantalones Jack&Jones, perfectamente conjuntado con el resto de su vestimenta, descansaban sobre unos zapatos inyectados Callaghan, y sujetos por un cinturón Easy Wear.

                Lo que realmente le hacía fijarse en su varonil pasado de futbolista era el cuarto integrante del grupo que se encontraba al fondo del bar. Sentado entre la jovencita de ojos negros azabaches y la del pelo color caoba, se encontraba un apuesto joven de ojos marrones y grandes pestañas, coronados por pobladas cejas varoniles. La cabeza, con una raya en la derecha, aparecía perfectamente peinada. La nariz, aguileña, disputaba su prominencia con dos marcados pómulos que descendían lujuriosos hacia una boca enmarcada por dos carnosos labios que escondían unos blanquecinos dientes que destacaban sobre la piel dorada de su rostro perfectamente afeitado. El mentón, con un hueco a lo Kirk Douglas, remataba su semblante. El cuello presentaba una prominencia laríngea que acentuaba el carácter sexual de los varones, el sensual bocado de Adán.

                Sus huesudas manos comenzaron  a sudar; sus inquietos ojos obviaban a las tres chicas; su atención se centraba en aquel elegante joven que tanto gusto tenía al vestirse, según su parecer. Le recordaba a alguien. No sabía muy bien a quién. Comenzó a recordar y se esforzó por rememorar a todos y cada uno de aquellos varoniles compañeros de juventud; aquellos con los que forcejeaba mientras entrenaba a diario; aquellos con los que, desnudos, se duchaba entre bromas al finalizar los partidos. Por más que pensaba, no lograba recordar a quién se le parecía, ni en qué se les parecía. Optó por dejar de pensar en el futbol, en sus viriles compañeros de juego. Se centró en otra de sus pasiones, la lectura.

                ¿Le recordaba a Dorian Gray? ¿Estaría el joven del fondo del bar repitiéndole que  "lo único que vale la pena en la vida es la belleza, y la satisfacción de los sentidos", como afirmaba Lord Henry en la novela? No estaba muy seguro, pero las manos seguían sudándole. Se acordó de una poesía que le dedicó Safo de Mitilene a su joven amante en la Grecia clásica y que recitó de memoria mientras lo miraba de hito en hito:

Me parece que es igual a los dioses

el hombre aquel que frente a ti se sienta,

y a tu lado absorto escucha mientras

dulcemente hablas

y encantadora sonríes. Lo que a mí

el corazón en el pecho me arrebata;

apenas te miro y entonces no puedo

decir ya palabra.

Al punto se me espesa la lengua

y de pronto un sutil fuego me corre

bajo la piel, por mis ojos nada veo,

los oídos me zumban,

me invade un frío sudor y toda entera

me estremezco, más que la hierba pálida

estoy, y apenas distante de la muerte

me siento, infeliz.

                ¿Se parecía a Alcibiades, el joven excepcionalmente bello, interlocutor de Sócrates en El Banquete, de Platón? ¿Le recordaría a Antinoo, el joven amante del emperador Adriano? ¿Aquel joven de extraordinaria belleza que fue deificado a su muerte y que protagonizó un auténtico amor griego en la Roma imperial? ¿Sería Bagoas, el joven y guapo  muchacho Persa de familia aristocrática que terminaría convirtiéndose en el amante de Alejandro Magno? No conseguía identificarlo con ninguno de ellos, y sin embargo, todos ellos se parecían a él. Se acordó de una novela de William J. Mann,  Amigos y amantes, donde se afirmaba que los amantes son  aquellos que aman. Aquellos que se apoyan y se cuidan el uno al otro, aquellos que permanecen juntos, que comparten temores y sueños.

                De pronto, sus manos dejaron de sudar. Comprendió porqué sentía aquella imperiosa necesidad de recordar ese glorioso pasado varonil. Porqué sentía esa desazón al observar la mesa del fondo y centrar su atención en aquel joven tan apuesto. Porqué no experimentaba esa atracción tan natural que los demás sentían hacia aquellas preciosas chicas que lo acompañaban. De pronto lo comprendió todo. Suspiro aliviado, sonrió y pidió una botella de Pingus 2006, un  vino tinto crianza, Ribera del Duero, que le salió por un ojo de la cara.

                Salió del bar contento. Acababa de jugar el mejor partido de su vida. Le había marcado un gol al destino, un gran gol, el gol de su vida. Mientras paseaba por la calle recogiendo a bocanadas llenas el reconfortante aire fresco lagunero, se recreaba con la estética del gol que acaba de marcar: había sido una volea, cogiendo el balón arriba, muy arriba, levantando el pié como mandan los cánones y girando la cintura para que el esférico saliese disparado rumbo a la escuadra haciendo inútil la estirada del destino. Se parecía mucho al de Zidane frente al Bayern Leverkusen en la final de la Champions, el 15 de mayo de 2002 en el Hampden Park de Glasgow, el gol de la Novena.
 
 

domingo, 19 de mayo de 2013

¡POR FIN VIERNES!



Por fin era viernes. Un nuevo viernes. Lo había estado deseando desde que comenzó la semana allá por el lunes. Parece una obviedad el hecho de comenzar la semana por el lunes. En este caso, la obviedad no lo es tanto. Aunque todas las semanas comienzan por ese día, aquí nos referimos al lunes de hace mes y medio. Por lo menos. Estaba cansada del trabajo realizado durante toda la semana, Equipos Docentes incluidos, que la había obligado a ir tres tardes al instituto. Pero no era el cansancio la causa principal de su deseo de llegar al viernes.

                Metió sus pertenencias en el maletero del  208 GTI, rojo, deportivo. Las letras PEUGEOT de color rojo en el cromado que se sitúan en la parte superior de la parrilla, claramente se inspiraba en la bandera a cuadros del mundo de la competición. Así es ella: competitiva, ágil, vibrante, vital, felina y cautivadora. Mientras salía del aparcamiento rumbo a La Laguna, escuchaba la peculiar voz de Sabina que cantaba “Autopista del sur, nube gris, mar azul, el volante en la mano y a fondo el acelerador.” No era temeraria. Simplemente disfrutaba del momento; tan sólo pensaba en que era viernes, otra vez.

                Desde hacía un mes y medio los viernes, todos los viernes, incluso el viernes de pasión, eran para ella el día. A simple vista no habría nada extraño en ello. Incluso para ti lector, el viernes es un día especial. ¿O no? Sólo tienes que recordar la cantidad de Wassap que recibes con videos donde toda clase de animales bailan desenfrenadamente al son de una música discotequera mientras pasa un slogan que dice “Por fin es viernes”. Ella también tiene Wassap; también recibe esos mensajes; también los reenvía. Pero no es por esos mensajes por los que, como sigue cantando Sabina, “Voy a mil por hora, voy a mil por hora, sin dirección.” Ella tiene claro su dirección; tiene claro por qué es tan especial el viernes; sabe perfectamente que esta noche, como todas las noches de los últimos siete viernes, lo verá.

                ¡Cuánto había ganado La Laguna con la peatonalización de sus calles! Los viernes se convertía en un hervidero de gentes que salían con sus amigos, con sus familias, a tomar unas copas, a cenar, a pasear. Ella no era la excepción. Solían salir entre cuatro y cinco amigas, a veces alguna más, para hablar, cenar, olvidarse del estrés de la semana y terminar en alguna terraza tomándose un par de copas. Lo pasaban muy bien. Cada semana le tocaba a una diferente elegir el sitio de la cena, y a otra, el lugar donde terminar la noche con una copa, a veces de más. Así había sido hasta hace aproximadamente mes y medio. Contra viento y marea hacía ese tiempo que se había empeñado en acudir al mismo lugar para tomarse las copas después de cenar en el sitio que las demás habían decidido. Había cedido su derecho a elegir lugar para cenar a cambio de acudir siempre al mismo sitio para tomarse la copa.

                Aquel era un sitio de mucho éxito a juzgar por la afluencia de gente. Siempre estaba lleno. Incluso por fuera había gran cantidad de clientes con los vasos en la mano. Y no era pequeño. El ambiente, alegre y distendido, paliaba la incomodidad de la saturación. ¡No en balde era viernes! Lo había elegido ella la vez que le tocaba decidir el lugar donde tomar las copas. Se lo había recomendado una amiga del instituto. La primera vez que fueron, hace aproximadamente  mes y medio, no les disgustó a pesar del bullicio imperante, aunque mientras daban cuenta de un vodka caramelo con mucho hielo, comentaron que tardarían tiempo en volver por allí otro viernes.

                Como responsable de la elección del sitio era la encargada de pedir la segunda y sucesivas rondas. Mientras se abría paso entre la multitud rumbo a  la barra, lo vio. Estaba con un grupo de amigos y amigas, unos siete u ocho. Estatura media, rubio, ojos azules, de unos y tantos años, como ella. Parecía que en ese momento era el centro de atención del grupo. Todos y, desgraciadamente pensó, todas lo miraban con auténtica devoción como si estuviera hablando un oráculo. Debió ser muy gracioso lo que comentó ya que todos comenzaron a reírse, incluido él, dejando a la vista unos blanquecimos dientes que se ocultaban detrás de unos carnosos y sensuales labios, compendio de una boca que prometía besos infinitos. Ensimismada a causa de la visión no se percató que una de sus amigas la había ido a buscar por la tardanza en reponer los vodka caramelos bien fríos que había ido a pedir.

                Disimuló como pudo el susto que se llevó cuando la tocaron por la espalda y se escudo en la gran cantidad de gente que había y lo poco amables que eran al no dejarla pasar. Al llegar al sitio, después del deber cumplido al reponer los generosos vasos de vodka caramelo, no se pudo integrar en la conversación que tenían sus amigas. Disimuló como pudo su ausencia, a pesar de estar sentada en medio del grupo. Mientras su imaginación iba y venía hacia el extremo opuesto del bar, pensando y repensando, idealizando y deseando, no hacía más que repetir “que sitio más estupendo, habrá que venir más a menudo”. Esa noche se empeñó en cerrar el bar. Sus amigas no entendían como ella, la que siempre quería irse la primera, se había empeñado en tomarse la última, cada vez que alguna proponía irse.

                Cuando dos de sus amigas se habían ido aduciendo lo cansadas que estaban y protestando por su tozudez de seguir allí, el grupo que estaba en el extremo opuesto se disponía a marchar. Apuró su copa e hizo que sus amigas la terminaran con ella. Extrañadas, pero obedientes, salieron del bar, y sin saber porqué comenzaron a caminar por La Laguna en una dirección contraria a sus domicilios sin percatarse que seguían al grupo que había salido delante de ellas del bar. En la medida que el grupo se iba dispersando por las diferentes calles, ellas hicieron lo mismo, no sin antes decirle lo rara que estaba y la caminata que les había dado sin motivo aparente. Alegó que necesitaban que el aire nocturno lagunero les diera en la cara después de las copas tomadas. Y tenía razón. Se habían pasado con el vodka caramelo. ¡Pero que iba a hacer si él seguía allí!

                Después de esa noche, todos los viernes terminaban en el mismo bar. Ninguna de sus amigas se percató de nada. Tan sólo comentaban lo feliz que  la notaban cuando se llamaban para quedar los viernes. Eso sí, en las cenas se la veía deseosa de acabar cuanto antes y ponerse en marcha hacia el bar. Al llegar a él, entraba la primera y oteaba el horizonte buscándolo, aunque la excusa oficial era que entraba para buscar un buen sitio. Y siempre lo conseguía, cada vez más cerca del otro grupo. El último viernes se habían sentado justo en las mesas contiguas. Y ese era el motivo por el que venía así de contenta en su GTI rojo escuchando a Sabina “a mil por hora”.

                Ese viernes estuvo tan cerca de él que hasta le pareció que hacían el amor. Mientras sus amigas hablaban de lo sucedido en la semana, ella sólo lo escuchaba a él. Incluso se río de una ocurrencia que él había dicho a su grupo justo cuando el suyo se encontraba callado bebiendo. Una compañera comentó que era de efecto retardado pensando que se había reído de un chiste anterior. Disimulaba como podía sus ausencias; no tenía más que ojos para él; le parecía guapo y elegante; cuando bebía lo hacía con mesura; su forma de vestir, sencilla y conjuntada denotaba un gusto exquisito.  Pero él no parecía reparar en ella. Se encontraba a gusto con su grupo y no tenía necesidad de explorar otras reuniones, ni siquiera aquella que estaba tan próxima. Pero eso no la desanimaba. Al fin y al cabo no se conocían. Y fue entonces cuando se propuso presentarse, dar el paso, atreverse a hablar con él con cualquier excusa. ¿Por qué tenían que ser siempre los hombres los que den el primer paso? Cogió el vaso, murmuró un ¡Carpe Diem! para sus adentros y se lo bebió de golpe justo en el momento en el que en el otro grupo se levantaban y salían del bar.

                Por fin era viernes. Un nuevo viernes. Éste era                EL VIERNES. Esta noche daría el gran paso; se presentaría; le hablaría de lo que sentía por él; desnudaría su alma, y su cuerpo si fuera necesario, para confesarle lo enamorada que estaba de él. En la cena apenas probó bocado; no estaba de mal humor sino todo lo contrario; todo lo que no comió lo bebió apurando un vino tinto de La Victoria de Acentejo. Sus compañeras la notaron mas ansiosa que de costumbre, aunque sus ojos brillaban como nunca.                Entre ellas comentaban que estaba guapísima, radiante, espectacular. Por fin llegaron al bar, y como siempre entró la primera. No lo vio a él pero si a su grupo. “Estará en el baño”, pensó. Se sentaron en las mesas más cercanas que encontraron. Y comenzó la espera. Del baño no salía nadie. El grupo hablaba y se divertía sin echarle de menos. Estaban todos menos él. La única que lo echaba en falta era ella. ¿Cómo era posible que el grupo se estuviera divirtiendo en su ausencia?

                Decidió levantarse y preguntar por…… ¡¡No sabía su nombre!! Estaba enamorada de una persona de la que no sabía su nombre. En realidad no sabía nada de él. Se sentó. Intentó recomponerse. No llorar. Sus amigas notaron el cambio de semblante y le preguntaron si  se sentía bien. “Perfectamente”, murmuro. Se levantó, y cosa extraña en una  mujer, se dirigió sola al baño. Al volver con su grupo y convencerse que esa noche no lo vería les propuso salir a dar una vuelta y coger un poco de aire lagunero. Extrañadas, sus amigas asintieron y salieron a lagunear. Poco rato estuvieron ya que ella no era la mejor de las compañías posibles. No paraba de pensar en él; de porqué no había ido; de si estaría enfermo; de si estaría con otra y por eso no estaba con el grupo. Rumiando pensamientos parecidos llegó a su casa. No paraba de darle vueltas a la cabeza. Se desvistió y se volvió a vestir de forma más informal: vaqueros, camisa de asillas, zapatos de tacones y una rebeca. Estuvo en su casa lo que tardó en vestirse.

                Sin saber cómo se encontró delante del bar. Se asomó, ojeo, y al no verlo, siguió su camino deambulando sin saber a dónde dirigirse. Al doblar una esquina, pasó delante de un bar que vomitaba una canción de la francesa Mylène Farmer, titulada “Innamoramento” y decidió entrar. Habían pocos clientes: una pareja en la mesa del fondo, dos chicas en otra mesa y en la barra… ¡era él! No podía creérselo. Se miraron como dos desconocidos que se estaban esperando. ¡Hola! Le dijo para su asombro. Ella se sentó en el taburete de al lado. Lo miró y le contestó con otro ¡Hola!, como si se conocieran de toda la vida.

                Lo que pasó después está en tu imaginación. ¡¡¡Disfrútalo!!!
 
 

viernes, 17 de mayo de 2013

PECES DE CIUDAD

                Disfrutaba del momento con una fruición propia de la niñez. Aquella que en su pueblo natal olía a almendros en flor y tajinaste. En la costa, el olor a mar inundaba el ambiente y enmascaraba los que bajaban de las medianías. A caballo entre ellos creció y se empapó de olores y sabores que ahora recordaba con inusitada sensación. Entre sus manos descansaba, como un niño en el regazo de su madre, el último libro que colocaría en su recién estrenada biblioteca. Definitivamente se sintió satisfecha de la obra realizada, mientras recorría con sus ojos aquella pequeña obra que contenía tanto saber.
                De sus labios de sirena salió un murmullo, una expresión de placer definitivo, una constancia del saber acumulado: “finis coronat opus”. Con la elegancia del erizo se dirigió a la cocina y se preparó un té. Mientras se lo tomaba con unas pastas que había comprado en “La Princesa”, recordó cada una de las lecturas que la habían hecho tan feliz; cada una de las que le habían dado la oportunidad de viajar; cada una de las que le habían enseñado los sentimientos más recónditos del alma humana. Definitivamente sentía una gran satisfacción y estaba orgullosa  de sí misma y de su obra.
 
                La Sirena, como ella misma se llamó un día mientras comentaba un artículo publicado por un desconocido autor, se sentó pausadamente en el sillón, encendió la luz de la lámpara de pié, se acomodó las gafas de leer y se dispuso a evocar, a salto de libros, los interminables volúmenes que había digerido a lo largo de su historia: literatura española y sudamericana, literatura universal, poesía, estudios históricos, tratados de todo tipo, obras universales de obligada lectura, etc. Entretanto, La Laguna, se vestía de noche. Desde la calle se vislumbraba una tenue luz a través de la ventana que advertía de la presencia de mundos imaginarios, novelescos, en los que la sirena se sumergía como pez en el agua.
 
                Comenzó recordando a los Argonautas que lograron atravesar el estrecho de Mesina siguiendo el melodioso canto de Orfeo, mientras escapaban de las extraordinarias voces de las sirenas, a la vez  que sufría con Odiseo, atado al mástil de su barco deseoso de escucharlas, mientras se retorcía de dolor al alejarse de su cautivador canto. Una irónica mueca se asomó a sus labios de sirena al recordar a un conocido que utiliza el verbo cual “canto de sirena” para elaborar un discurso con palabras agradables y convincentes, pero que esconden alguna seducción o engaño.
 
                Siguió buceando con su grácil cuerpo de sirena por las procelosas aguas del océano literario cuando se topó de lleno con  el arrecife transgresor de Steinbeck: Las uvas de la ira. Un rictus de preocupación arrugó su entrecejo al recordar  los contratiempos de la familia Joad al tener que abandonar Oklaoma para buscarse la vida debido a las injustas condiciones que los expulsaban de sus tierras.  Su espíritu crítico la hizo volver al presente y juzgar como injusta la actual situación de España que vive una etapa de profunda injusticia económica y política.
                Decidió, entonces, sumergirse en aguas más templadas. Cual sirena lujuriosa se acercó, sigilosa, a las obras que tratan el sempiterno tema del amor desde todas sus vertientes: Madame Bovary, de Gustave Flaubert; El amante de Lady Chatterley, de D.H. Lawrence; Trópico de Cáncer, de Henry Miller; Anna Karenina,  de Tolstói; El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez, etc.  Se deleitó recordando sus sensuales escenas, sus lujuriosos encuentros, sus románticas citas, sus turgentes descripciones eróticas,  las rupturas de tabúes convencionales.
                Tan a gusto estaba en estas aguas que no se percató del paso del tiempo. Diríase que estaba como pez en el agua. Sus ojos de ensoñación y encanto transmitían una paz indescriptible. Prueba de ello es que en el cenicero sólo había dos colillas. Ni siquiera se dio cuenta que el teléfono estaba sonando hasta que oyó su propia voz que decía: “Hola. Acabo de salir a nadar. Si te apetece zambullirte hazlo al escuchar la señal. Gracias”. Y tras un estridente pitido, se escuchó: ¡Buenas! Estoy en el centro comercial delante de una oferta de Moët Chandon Impérial BRUT. ¿Cuándo la inauguramos?....Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii



sábado, 11 de mayo de 2013

"BOBITO"


                El calor es insoportable. De hecho, acabo de salir de la ducha ahorrándome el trámite de  la toalla. La temperatura ambiente es tan alta y la humedad tan elevada que las pocas gotas que sobreviven caen con desgana por mi piel desnuda. La sensación de placer que me produce el contacto de mis desnudos pies con la cerámica del baño sólo es comparable a aquellos furtivos baños de juventud, como Dios nos trajo al mundo, en las noches mágicas, calurosas y voluptuosas de San Juan en la playa.
                El sonido del móvil desvía mi atención. Por el tono, sé que no es una llamada. Probablemente un mensaje de texto, un correo o un Wassap. Como ferviente creyente de las nuevas tecnologías decidí acudir raudo a su llamada como cualquier feligrés a misa tras la llamada de la campana. Era una vieja amiga que me mandaba un Wassap. Mientras lo abría recordé un artículo de Antonio Gala leído en las implacables tardes del mes de agosto madrileño al fresco del Parque del Retiro, titulado “Antiguo amor, viejo amigo”.  

                - Hola!
                - ¿Por ahí hace el mismo calor? Me acabo de duchar y ya estoy sudando. Ni siquiera tuve que secarme. ¿Te acuerdas de aquellas noches Sanjuaneras? Si te apetece recordarlas, llámame. Kiss.

                Me quede helado. ¡Qué coincidencia! No sabía que responderle. Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma, como decía Cortázar. Por mi mente comenzaron a desfilar las cálidas noches, las románticas noches de amor donde no hay sol. Torpemente mis dedos comenzaron a teclear en el móvil  sin saber muy bien lo que escribir: “Dime dónde y nos perdemos juntos”. No, eso no. Ya me gustaría, pero no puede ser. “Ok. Y nos pasaremos la noche besándonos hasta extinguirnos” Uff, que va. Demasiado pretensioso.

                Cerré el Wassap. Los recuerdos se atropellaban en mi mente. Puse un poco de música para intentar ordenarlos. Ni siquiera me fije en el Dvd que comenzó a sonar. Sabina, el poeta urbano que descubrí en los madriles de los años ochenta, entre bocadillos de calamares, cervezas y postres de Gin Tonic, me recitaba con su peculiar voz: “Contigo he comprendido que la humedad es algo que se seca y se olvida. Gracias a ti he sabido que la verdad es sólo un cabo suelto de la mentira”. Mientras le daba vueltas en la cabeza, me dirigí a la ducha y, bajo su refrescante chorro, comencé a refrescarme. Y no sólo el cuerpo.
                “Tus labios son la manera de endulzarme la vida”. Upss!! ¿Por qué solamente me salían viejas frases que nos habíamos dicho? En realidad me gustaban sus labios. Y me gusta recordarlos: cómo besaban, como se entreabrían para recibir los míos, cómo huían, cómo sabían, cómo olían…. “¿Desea eliminar el mensaje?” SI. Entonces inserté un emoticón –el de la sonrisa amplia- y deslice mis dedos sobre el pequeño teclado: “Iba a decir que me gustas y se me deslizo una sonrisa”. Esta vez, la duda hizo que tardara más de la cuenta en borrarlo. Pero sucumbió igualmente en el país de los sentimientos no dichos.

                Después del tercer Vodka caramelo con mucho hielo, ¿o era el cuarto? , decidí contestarle. Cogí el móvil, tecleé la clave, abrí el Wassap y comencé a escribir:

                - Hola!
                - ¡Qué exagerada eres! No es para tanto el calor. ¡Claro que me acuerdo de aquellas noches! Pero ya sabes que plátano maduro no vuelve a verde. A ver si nos vemos. Besos.

                Le di a enviar y, con la misma rapidez que salía el mensaje, se escucho en mi interior el calificativo ¡¡BOBITO!! Y es que a la vida no la enseña nadie……
 


miércoles, 8 de mayo de 2013

LA PREFIERO COMPARTIDA


                A veces la vorágine en la que vivimos, los compromisos sociales, las necesidades ficticias que nos creamos, deja paso a ese breve espacio en el que no estás. Ese efímero momento, que desearíamos que fuera eterno, y que no es más que un paréntesis en nuestra alocada existencia, nos permite sentarnos en silencio para pensarla a gritos. Son esos momentos en los que nos sentimos desnudos de sentimientos, de pasión, de ternura, de afecto. En ese instante, la prefiero compartida….
                Cuando la soledad nos acompaña y se alía con nosotros; cuando decide ser nuestra inseparable compañera; cuando prefiere quedarse a dormir; cuando se convierte en nuestra inherente aliada. En ese momento, la prefiero compartida…

                Y comienza el proceso de creación. Nos fijamos en los restos de humedad; en la silueta que, en la cama, nos recuerda su promesa de llenar el breve espacio en que no está; nos trasformamos en el trágico artista nietzscheano que desea dibujar verbos para conjugarlos en su cuerpo violento y tierno. En esa circunstancia, la prefiero compartida…
                Ese breve instante, duró una eternidad. Y como todo lo “eterno”, se acabó. Y salí a pasear. Y mientras el aire fresco y húmedo rejuvenecía mi cara, mi vida se llenó de felicidad, mi ser se colmó de dicha, mi soledad se saturó de satisfacción. En ese instante me fijé que mi cuerpo tenía dos sombras, la mía y la de tus recuerdos. Y, cobarde, omití preguntarme y preguntarte,  ¿te quedarás? para no escuchar la respuesta de un “jamás”. En esa coyuntura, te prefiero compartida…

                En esas estaba cuando me tropecé con mis amigos Pablo, Silvio y Joaquín que también paseaban. Con unas miradas no sincronizamos y después de saludarnos, nos echamos las manos por encima de los hombros y nos dirigimos al Bar de los Mal Amados para “portarnos mal, haciéndolo bien”. Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una, las dos y las tres….

jueves, 2 de mayo de 2013

FABULA DEL ERIZO


Durante la Edad de Hielo, muchos animales murieron a causa del frío.

            Los erizos dándose cuenta de la situación, decidieron unirse en grupos. De esa manera se abrigarían y protegerían entre sí, pero las espinas de cada uno herían a los compañeros más cercanos, los que justo ofrecían más calor. Por lo tanto decidieron alejarse unos de otros y empezaron a morir congelados.

            Así que tuvieron que hacer una elección, o aceptaban las espinas de sus compañeros o desaparecían de la Tierra. Con sabiduría, decidieron volver a estar juntos. De esa forma aprendieron a convivir con las pequeñas heridas que la relación con una persona muy cercana puede ocasionar, ya que lo más importante es el calor del otro.

 De esa forma pudieron sobrevivir.

Moraleja de la historia

La mejor relación no es aquella que une a personas perfectas, sino aquella en que cada individuo aprende a vivir con los defectos de los demás y admirar sus cualidades.

En definitiva, la vida es un “pacto entre caballeros”……..