El
fútbol era su pasión. Lo vivía intensamente desde niño. Incluso fue jugador con
licencia federativa. Era un medio centro ofensivo –en su época lo llamaban
interior izquierdo- con el 10 a la espalda. Aunque tenía una técnica exquisita
no estaba exento de lucha y trabajo en el centro del campo. Incluso promediaba
una docena de goles por temporada. Le encantaban los jugadores del estilo de
Iniesta y ozil, aunque su máxima referencia fue, sin duda alguna, el jugador de la U.D.
Las Palmas Germán, “el Maestro”.
En
las tertulias futbolísticas, regadas con cerveza y acompañadas con aceitunas, manises
y papas fritas, salían a relucir las características típicas de estos eventos:
palabras altisonantes, gritos de gargantas profundas, alguna que otra palabrota
cariñosa y, sobre todo, manifestaciones grandilocuentes de actitudes viriles,
muy viriles: ¡el futbol era cosa de hombres! No había más que mirar, si el humo
del tabaco te lo permitía, quienes eran los contertulios.
Sentado
en la mesa de aquel bar recordaba todos esos momentos futboleros de antaño. No
era la soledad la culpable de aquel regreso al pasado. Tampoco tenía la culpa
la noticia que corría como la pólvora por los mentideros deportivos, de la
destitución de Mou como entrenador del Real Madrid. Le parecía un buen entrenador,
aunque no le gustaban sus formas despectivas en el trato con los demás, fueran
estos adversarios o de su propio equipo. Nada de eso tenía que ver con aquellos
recuerdos viriles de su juventud.
En
realidad, era la mesa de alegres comensales que tenía enfrente, al fondo del
bar, la culpable de esos recuerdos. Por mejor decir, de la afirmación de su
hombría manifestada en su dilatada pertenencia al selecto club de hombres del
futbol. Una chica rubia, de ojos azules, pelo largo, escote generoso y risa
contagiosa, era la privilegiada visión que tenía si miraba en esa dirección. Su vestimenta era elegante. La minifalda roja dejaba ver unas sensuales
piernas adornadas con medias de satén negro que se escondían en unos zapatos de
tacón alto marca Louis Vuitton. Incluso su sensual boca denotaba una elegancia innata
al exhalar el humo de su Lark corto.
A
su derecha, otra jovencita de ojos negros azabaches y pelo recortado llevaba la
voz cantante en la reunión. Parecía muy simpática y dicharachera. Probablemente
contaba situaciones ridículas o chistes graciosos porque sus compañeros no
hacían más que reírse. No era tan agraciada como su rubia compañera de la
izquierda, pero estaba de buen ver. Enfrente se sentaba una tercera compañera,
algo más bajita y seria, pero sofisticada en la forma de arreglarse. El pelo,
color caoba, peinado de peluquería, estaba recogido con una diadema. La cara
redonda, de pómulos prominentes, aparecía trabajada con colorete de la marca
Yves Rocher que iluminaba en un solo gesto la base de maquillaje, esculpiendo
con ligereza las mejillas y el contorno de la cara. Sus generosos y voluptuosos
pechos rivalizaban con su cara bien acabada formando un dúo realmente
apetecible.
Las
tres mujeres, cada una con sus encantos, serían la delicia de cualquier hombre.
Si tuviera que elegir, se decía, me resultaría muy difícil decidirme. Pero no
era esa elección lo que le rememoraba el pasado. Sentado en la mesa, apoyando
sus huesudas manos sobre ella, se fijó en sus enormes dedos de pianista. Eran unas
manos sensuales, ribeteadas por un pelaje oscuro. Iba vestido con una camisa de
manga larga regular de Armani Collezioni comprada en la cuarta planta de El
Corte Inglés. La llevaba ligeramente remangada dejando ver el comienzo del antebrazo,
igualmente poblado de varonil bello. Sobre los hombros, anudado al cuello,
llevaba un jersey Timberland, a juego con la camisa. Sus pantalones Jack&Jones,
perfectamente conjuntado con el resto de su vestimenta, descansaban sobre unos
zapatos inyectados Callaghan, y sujetos por un cinturón Easy Wear.
Lo
que realmente le hacía fijarse en su varonil pasado de futbolista era el cuarto
integrante del grupo que se encontraba al fondo del bar. Sentado entre la
jovencita de ojos negros azabaches y la del pelo color caoba, se encontraba un
apuesto joven de ojos marrones y grandes pestañas, coronados por pobladas cejas
varoniles. La cabeza, con una raya en la derecha, aparecía perfectamente
peinada. La nariz, aguileña, disputaba su prominencia con dos marcados pómulos que
descendían lujuriosos hacia una boca enmarcada por dos carnosos labios que escondían
unos blanquecinos dientes que destacaban sobre la piel dorada de su rostro perfectamente
afeitado. El mentón, con un hueco a lo Kirk Douglas, remataba su semblante. El
cuello presentaba una prominencia laríngea que acentuaba el carácter sexual de
los varones, el sensual bocado de Adán.
Sus
huesudas manos comenzaron a sudar; sus
inquietos ojos obviaban a las tres chicas; su atención se centraba en aquel
elegante joven que tanto gusto tenía al vestirse, según su parecer. Le
recordaba a alguien. No sabía muy bien a quién. Comenzó a recordar y se esforzó
por rememorar a todos y cada uno de aquellos varoniles compañeros de juventud;
aquellos con los que forcejeaba mientras entrenaba a diario; aquellos con los
que, desnudos, se duchaba entre bromas al finalizar los partidos. Por más que
pensaba, no lograba recordar a quién se le parecía, ni en qué se les parecía. Optó
por dejar de pensar en el futbol, en sus viriles compañeros de juego. Se centró
en otra de sus pasiones, la lectura.
¿Le
recordaba a Dorian Gray? ¿Estaría el
joven del fondo del bar repitiéndole que
"lo único que vale la pena en la vida es la belleza, y la
satisfacción de los sentidos", como afirmaba Lord Henry en la novela? No
estaba muy seguro, pero las manos seguían sudándole. Se acordó de una poesía
que le dedicó Safo de Mitilene a su joven amante en la Grecia clásica y que recitó
de memoria mientras lo miraba de hito en hito:
Me parece que es igual a los
dioses
el hombre aquel que frente a ti
se sienta,
y a tu lado absorto escucha
mientras
dulcemente hablas
y encantadora sonríes. Lo que a
mí
el corazón en el pecho me
arrebata;
apenas te miro y entonces no
puedo
decir ya palabra.
Al punto se me espesa la lengua
y de pronto un sutil fuego me
corre
bajo la piel, por mis ojos nada
veo,
los oídos me zumban,
me invade un frío sudor y toda
entera
me estremezco, más que la
hierba pálida
estoy, y apenas distante de la
muerte
me siento, infeliz.
¿Se parecía a Alcibiades, el joven excepcionalmente
bello, interlocutor de Sócrates en El
Banquete, de Platón? ¿Le recordaría a Antinoo,
el joven amante del emperador Adriano? ¿Aquel joven de extraordinaria belleza
que fue deificado a su muerte y que protagonizó un auténtico amor griego en la
Roma imperial? ¿Sería Bagoas, el
joven y guapo muchacho Persa de familia aristocrática que terminaría
convirtiéndose en el amante de Alejandro Magno? No conseguía identificarlo con
ninguno de ellos, y sin embargo, todos ellos se parecían a él. Se acordó de una
novela de William J. Mann, Amigos y amantes, donde se afirmaba que los
amantes son aquellos que aman. Aquellos
que se apoyan y se cuidan el uno al otro, aquellos que permanecen juntos, que
comparten temores y sueños.
De pronto, sus
manos dejaron de sudar. Comprendió porqué sentía aquella imperiosa necesidad de
recordar ese glorioso pasado varonil. Porqué sentía esa desazón al observar la
mesa del fondo y centrar su atención en aquel joven tan apuesto. Porqué no experimentaba
esa atracción tan natural que los demás sentían hacia aquellas preciosas chicas
que lo acompañaban. De pronto lo comprendió todo. Suspiro aliviado, sonrió y
pidió una botella de Pingus 2006, un vino tinto crianza, Ribera del Duero, que le salió por un
ojo de la cara.
Salió del bar
contento. Acababa de jugar el mejor partido de su vida. Le había marcado un gol
al destino, un gran gol, el gol de su vida. Mientras paseaba por la calle
recogiendo a bocanadas llenas el reconfortante aire fresco lagunero, se
recreaba con la estética del gol que acaba de marcar: había sido una volea, cogiendo
el balón arriba, muy arriba, levantando el pié como mandan los cánones y
girando la cintura para que el esférico saliese disparado rumbo a la escuadra
haciendo inútil la estirada del destino. Se parecía mucho al de Zidane frente al
Bayern Leverkusen en la final de la Champions, el 15 de mayo de 2002 en el Hampden Park de Glasgow, el gol de la
Novena.
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