miércoles, 29 de mayo de 2013

SOLEDAD ACOMPAÑADA


La soledad la embargaba sobremanera a pesar de la cantidad de gente que la rodeaba. El bullicio a su alrededor no la alteraba. Se sentía sola. La gente que entraba y salía, que entraba y se quedaba, que estaba y se marchaba en la sala en que se encontraba le pasaba inadvertida. La soledad en la que estaba inmersa era superior a los estímulos externos: algunos la saludaban, otros la miraban, unos pocos la besaban, pero ella los ignoraba a todos. Y no lo hacía por desprecio o mala educación. Era una mujer amable, correcta, educada, como su madre la había enseñado.

                Acababa de subir de la cafetería con el andar elegante que la caracterizaba. Había bajado a tomarse un  capuchino con café expreso, leche y espuma de leche, y a sugerencia suya, con un poco de canela en polvo que le daba una aterciopelada textura y un sabor  especial. También allí, en el abarrotado bar, se sintió sola, aunque nadie lo notaba. Se acordó de aquella frase que un día le dijera su madre: “tú nunca estarás sola porque siempre te acompañara la soledad” y se consoló pensando que la soledad era triste y fría, pero era su mejor compañía.

                En medio de la vorágine de gentes se concentró en aquel libro que había leído hacía mucho tiempo del vallisoletano Delibes -después de descubrirlo en  la sombra del ciprés es alargada y las perdices del domingo-, Cinco horas con Mario. Y no porque se reconociera en Carmen Sotillo: no compartía los reproches que le hacía a su marido, “Mario, cariño, lo que pasa es que ahora os ha dado la monomanía de la cultura y andáis removiendo cielo y tierra para que los pobres estudien, otra equivocación, que a los pobres los sacas de su centro y no sirven ni para finos ni para bastos, les echáis a perder, convéncete, enseguida quieren ser señores y eso no puede ser”, sino porque, al igual que ella, se sentía inmensamente sola.

                Estaba sentada con los pies juntos, las manos apoyadas sobre los muslos, la espalda erguida, la cabeza ladeada y los ojos perdidos en la inmensidad de la soledad. Su porte era elegante. Como la había educado su madre. Resaltaba sobremanera sus sensuales labios rojos. Se había aplicado la barra de labios Superstay 14h de Maybelline porque le proporcionaba una sensación ligera y cremosa de larga duración que dejaba respirar sus labios. Su madre siempre le decía que eligiera los tonos que fueran a juego con el color natural de sus labios. Y aquel rojo pasión la definía perfectamente.

                En medio de tamaña soledad se dirigió a su madre y le dijo que estaba sentada en silencio, pensándola a gritos; que se encontraba en medio de una alevosa pero tranquila soledad; que se sentía sola, vacía e inservible en medio de una soledad de ojos abiertos; que estaba en una soledad errante. Sintió que solamente existía, si pensaba en ella. Le vino a la memoria el poema XV de Pablo Neruda:

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía.

Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

                Estaba pensando en ello, cuando una voz serena y profesional le dijo: “lo siento señora. Ha llegado la hora. Tenemos que incinerarla”
 
 

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